Todos ellos podrán ver que lo primero que hacen los que alcanzan el podio, tras saludar a sus compañeros, es subir a una especie de antesala de la ceremonia de trofeos en las que un tipo calvo y trajeado, Alexander Molina, les entrega una toalla y un botellín de agua sin marca. La toalla es para secarse el sudor que no haya absorbido su ropa ignífuga, y el agua es para que rehidraten su cuerpo que de promedio habrá perdido unos tres kilos. Los hay que han llegado a perder hasta cinco en las apenas dos horas que dura una carrera. Algunos no han podido asistir a la ceremonia de entrega de premios al acabar la prueba, han tenido que ser ayudados a salir de sus monoplazas ante la tormentosa pérdida de sales, atacados por dolorosos calambres, o incluso han perdido la consciencia de camino al cajón. Si le preguntas a Jarno Trulli te confesará que en el GP de Singapur 2008 se vio obligado a abandonar porque empezaba a sufrir desvanecimientos en plena carrera debido al sobreesfuerzo.
Añadamos a esto los más de 60 grados centígrados que a veces se han llegado a medir en la cabina de los coches. Pongamos la humedad que hay en Malasia o Singapur. Pongamos la seca atmósfera circundante de sitios como Bahréin o Abu Dhabi. Pongamos el diluvio universal que te arroja el coche precedente cuando en lugares como Spa o Silverstone suele caer lluvias con relativa frecuencia y contando con la única protección de la visera de tu casco, en un cabrio, y ¡sin limpiaparabrisas! porque es que no hay parabrisas. El corazón late con frecuencia durante toda la contienda en ciclos que superan las 190 pulsaciones por minuto (hasta 220 en adelantamientos), mortal de necesidad para una persona normal. Sumemos también el stress de tomar decisiones a 300 kms/h, hacerlo con un tipo a tu lado con un coche mejor que mataría a su madre por llegar antes que tú a la siguiente curva y pon en la balanza que todo ello lo haces pasando a diez centímetros de un muro de hormigón tan consistente como un búnker de pruebas militares. Para rematar la faena, pon una sonrisa ante las cámaras y los patrocinadores cuando acabas de estrellar un ingenio multimillonario, y no solo no has sumado punto alguno sino que además ves como tus enemigos te superan, ganan más que tu y su novia es más guapa. Una tortura permanente para chicos con pulmones de maratoniano etíope, reflejos de veterano en Top Gun y manos con la velocidad de Bruce Lee.
Fue Ayrton Senna el que cambió las reglas del juego. Antes de él los pilotos eran vividores, niños grandes que se jugaban el tipo sobre la pista pero fumaban, bebían, e incluso se beneficiaban a las mujeres de los patrocinadores, hipnotizadas por el aura de héroes que desafiaban a la velocidad del sonido. Mientras que sus contemporáneos se iban de copas al mítico bar Tip Top de Mónaco, Senna era el piloto pelmazo que no dejaba en paz a sus mecánicos mañana, tarde y noche. No dudaba en llamar de madrugada a sus ingenieros si acostado se le ocurría alguna mejora por nimia que pudiera parecer. El de Sao Paulo inventó al piloto moderno, al obseso de la perfección, y con ello de la preparación física.
Justo al tiempo de la desaparición del tricampeao amaneció un nuevo sol en ascenso, Michael Schumacher, que poco veía al astro rey encerrado en interminables sesiones de hasta seis horas de ejercicio con pesas, boxeo, natación, y todo tipo de preparación que convirtiera su corazón en una central nuclear. Schumacher subió el listón en tal medida que si sus compañeros asistían a los circuitos con rutilantes deportivos o lujosas roulottes donde echarse la siesta y estar tranquilos rodeados de amigos y familia, el germano añadió un trailer extra a la roja caravana de Ferrari: se hizo construir un gimnasio móvil. El camión parecía un transformer. El chófer lo aparcaba en pleno paddock previo paso por caja por ocupar espacio y tras manipular una serie de botones, el remolque se desplegaba hacia arriba y los lados, y como por arte de magia aparecía un apartamento rodante del tamaño de un piso mediano. La marca italiana de aparatos gimnásticos Technogym llegó a un acuerdo con la Scuderia y llenó el negro y acristalado remolque con el último grito en costosas generadoras de sudor. Es más, bajo sus indicaciones crearon una específica para pilotos, especialmente indicada para castigar cuello, brazos y pecho, que bien podría ser tildada de máquina de tortura. Con forma de cabina de monoplaza. Unos herrajes encarnados con diversas poleas, pesas y muelles estaban dispuestos para tirar de su cabeza al tiempo que giraba un pesadísimo disco metálico que sujetaba a modo de ficticio volante. Castigo, castigo y más castigo. El caso es multiplicar lo vivido en pista para que cuando llegue la hora de pilotar de verdad, la cabeza se concentre exclusivamente en eso, y la parte física sea como un paseo por la playa pero no lo es.
Cuando en 2006 Schumi decidió hacer las maletas en su primera retirada vendió el dispositivo a Juan Pablo Montoya, que se lo llevó a Norteamérica, pero la firma transalpina vio una fuente de ingresos y se puso manos a la obra. De su experiencia equipando a la mítica escudería del Cavallino Rampante, McLaren, y los equipos de fútbol A.C. Milan y Real Madrid, salió su última y más sofisticada creación: El Technogym F1 Training Machine. Si existen simuladores de conducción, este es el simulador del esfuerzo que los pilotos asumen al empuñar un volante. El demoníaco aparato te tira de la cabeza, te estremece el vibrante asiento, te carga las manos con peso y te empuja con verdadera mala leche. No es divertido. Un ordenador lo controla todo y te pregunta amablemente su quieres subir de nivel al acabar una dolorosa sesión. Todos responden que si.
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