Como toda historia, esta tiene un inicio que data del 21 de marzo de 1960, cuando Ayrton Senna da Silva vino al mundo en un hospital de bien en Sao Paulo. A cientos de metros, en cambio, miles de familias luchaban por un futuro que nunca alcanzarían y los ojos del astro carioca se giraron hacia ellos en infinidad de ocasiones, a pesar la distancia que su situación económica marcaba de inicio. La semilla de la pasión por la velocidad se plantaría en el karting y los pequeños circuitos de Brasil. Su padre, Milton da Silva, decidió que los problemas motores que los doctores habían diagnosticado a un pequeño Ayrton, se solucionarían con la que parecía ser su pasión: el automovilismo.
La llegada a Europa
Con 21 años, Ayrton desembarca en el viejo continente de manera continuada -tras algunas pruebas de karting en Europa en años anteriores- y lo hace con un único objetivo, aquel que le obsesionará hasta en las noches más tranquilas: la victoria. A bordo del monoplaza de Van Diemen en la Formula Ford 1600, se apunta su primer campeonato de monoplazas. No obstante, su padre le invitará a regresar a Brasil durante el invierno para ayudar en los diversos negocios familiares y en un vano intento de parar una carrera deportiva que Milton no consideraba factible. El piloto brasileño obedece a su progenitor durante los meses de verano en el hemisferio sur de 1981 pero Ayrton no resistirá la tentación de volver a Europa y ganar la Formula Ford 2000, tanto en su categoría británica como en la continental. Su tenacidad y su hambre de éxito ya comenzaban a hacerse un hueco en el mundillo y la Fórmula 1 iniciaría sus galanteos con él en la temporada 1983.
No sólo Frank Williams, al que llamó semanalmente para que le concediera un test con un F1 -que finalmente se haría con el FW-08C de Keke Rosberg. También, McLaren, Brabham y Toleman decidieron ver qué hacía en pista aquel altanero brasileño que parecía espantar a la mayoría con ese carácter tan particular que siempre demostró. Los resultados fueron excelentes, pero las dos escuderías más grandes rehusaron arriesgar sus apuestas por un, todavía, desconocido piloto que sólo había ganado la Fórmula 3 Británica tras protagonizar un excelente duelo con Martin Brundle hasta las últimas carreras del campeonato. Toleman sería su destino y el inicio de la leyenda tendría lugar muy pronto. El Principado haría de escenario.
El idilio con Mónaco
Senna fue alguien que tuvo a Jim Clark, Jackie Stewart o su compatriota, Emerson Fittipaldi, como modelos a seguir pero con la peculiaridad de que él nunca quiso ser como ellos, sino superarles a todos con holgura. Uno de los dos idilios que el carioca tendría a lo largo de su demasiado corta trayectoria en el Gran Circo -el otro sería San Marino en una relación de amor-odio-, fueron las calles del Principado de Mónaco. En ellas, un jovencísimo Ayrton demostraba bajo un incesante aguacero las debilidades de Alain Prost, que ya había ganado en Jacarepagua e Imola aquel año de 1984 y que se jugaría el título, a la postre, con su compañero de equipo, Niki Lauda.
El carácter aguerrido y agresivo de Ayrton le ayudó a construir con el circuito urbano por excelencia una relación que tendría, como todo en su vida, luces y sombras. Leyenda construida a base de límites alcanzados en el borde de la balanza entre la guadaña y los laureles. A bordo de un Toleman en el 84' puso en jaque a un Prost que ya comenzaba a ser candidato a todo en la categoría. El brasileño -inexplicablemente- le recortaba casi cuatro segundos por vuelta tras la primera parte de la carrera y el francés de McLaren pedía en cada paso por meta que se pusiese fin a la locura. La lluvia seguía cayendo en una danza de alianza con el piloto carioca. Senna arañaba cada guardarraíl en una persecución casi suicida por demostrar todo, por hacerse un hueco en la Historia.
Prost vencería aquel domingo de junio, pero perdería por medio punto el Campeonato a finales de año. Si hubiese llegado segundo en Mónaco por detrás del novato hubiese sido Campeón pero el destino nos regala esos giros de tuerca a veces estridentes. Llegarían un total de seis victorias -récord de siempre- en las calles monegascas y, curiosamente, la única que no se apuntó el brasileño fue aquel fin de semana del 88' cuando Senna trascendió en clasificación y cometió uno de sus rocambolescos errores cuando aventajaba en cincuenta segundos al segundo clasificado, Prost.
El valor del verde y oro
No salió de aquellas favelas en las que la vida pende de un hilo y se vive al minuto. No experimentó en primera persona el contrabando de almas y la prostitución de sueños. Pero Ayrton Senna siempre defendió una premisa que le hace grande fuera de las pistas: la bandera brasileña como símbolo de identificación de aquellos niños sin camiseta que vagaban a cientos de metros de la casa de la familia Da Silva; para aquellos que sueñan -cuando se les permite hacerlo- con un futuro lejos del olvido, de la angustia y de la marginación de los barrios pobres de ese Brasil de los 90'.
Senna aportó un pequeño grano de arena a una montaña que nunca será tal y que, aún hoy, debe sonrojar a la clase adinerada del país carioca. Su pueblo, su gente, trató de devolverle aquellos gestos de humanidad con un último adiós de jefe de estado. Aquel 5 de mayo de 1994, las calles de Sao Paulo eran una marea humana que acompañaría a su héroe, al mito, hasta las puertas del descanso eterno. Las farolas y los puentes servían de atalaya para aquellos jóvenes que vieron en el piloto paulista el reflejo de lo que querrían ser si alguien, algún día, les preguntara por ello.
Más de cinco millones de personas le dieron ese último homenaje sencillo, cálido, sincero. También el piloto de avión que llevó el cuerpo frío del genio carioca hasta su ciudad natal tuvo un último gesto de admiración con Senna: Ayrton viajaría en clase 'Business', con la mitad de los asientos quitados y arropado por la verde y dorada que siempre quiso agitar por aquellos sin rostro que vivían a través de sus victorias.
Luces y sombras
Más allá de sus tres coronas de Campeón, sus 2.931 vueltas en cabeza, sus 41 victorias y sus 65 pole position. Mucho más allá, se encuentra la leyenda del piloto brasileño. Ayrton Senna vivía por y para la competición. Obsesivo calculador de todo lo posible, mostraba su lado más oscuro cuando sobre el asfalto las cosas se torcían, seguían caminos insospechados. El brasileño llegó a tener momentos de casi completa oscuridad, como los múltiples encontronazos con Prost en Suzuka o la casi enfermiza creencia de que Nelson Piquet le boicoteó su llegada a Brabham en 1984.
Uno de los momentos entrañables para el recuerdo -no por su ternura, sino por ser un canto a la vida dura, al jugarse el tipo por el otro, al remar hombro con hombro entre medias de un fuego cruzado- es, sin duda, la clasificación de Spa-Francorchamps 1992. Eric Comas se salía en 'Blanchimont' con su Ligier y Ayrton -que se jugaba la pole en esos momentos- paraba su McLaren algunos metros por delante. El brasileño cruzaba la pista en medio de una aterradora humareda, poniendo a prueba a ese amigo odioso llamado destino. Un inconsciente Comas seguía pisando el acelerador del coche y su cabeza colgaba en una complicada posición. Senna apagó el contacto del monoplaza y se quedó al lado del francés, sujetando en la posición adecuada la cabeza de su compañero.
Muestra de humanidad. Gesto de verdadero mito. Comprensión de que todos, a pesar de que hacía una década que no había fallecimientos en un circuito de Fórmula 1, podían verse condenados por las vueltas de la ruleta del destino a una situación parecida. Eric Comas nunca olvidará a ese compañero de parrilla, rival despiadado, de ego desmedido, que le salvó la vida cuando los demás continuaban pasando a escasos centímetros de su monoplaza. El francés aparcaría su Larousse en boxes aquel injusto 1 de mayo y se retiraría a finales de año.
Ayrton sí sabía dónde estaban los límites, su grandeza en la pista residía en ser capaz de bailar a un lado y a otro de ellos sabiendo cuándo proceder de la manera correcta. Pero aquella curva a izquierdas tomada a más de 300km/h y aquel fallo en la dirección, que él mismo ordenó modificar días antes, cortaron las alas a la hipérbole paulista.
Imola, Tamburello y el último suspiro
En la fría calidez de San Marino siempre quedará un vacío irrecuperable. Imola nunca volvió a ser el mismo. El idilio terminaba en tragedia y lo que era un fin de semana de fiesta y competición se tornaba en llanto y desconsuelo. No es complicado imaginar un autódromo a rebosar, con las familias haciendo picnic sobre el mantel, apoyadas en el césped al otro lado de las protecciones. Un aire funesto surca el Gran Premio de San Marino de 1994. Ronald Ratzenberger se marchaba para siempre en la sesión clasificatoria. Su alma joven pesaba demasiado poco y se marchaba excesivamente pronto. Liviana, incapaz de aguantar más dentro de un monoplaza destrozado.
Lo que rodea a aquellas 24 horas se ha convertido en una leyenda dentro de otra más grande aún. Senna se marcha al hotel cabizbajo. Aun así, tiene tiempo para dar la enhorabuena a unos recién casados, llamar a su pareja de entonces y sentarse al borde de una cama en la que siempre durmió cuando fue a Imola. Habitación 200 del Hotel Castello. Una última noche en la que Ayrton debió de reflexionar lo cerca que rondaba la guadaña aquel fin de semana. En su última cita con 'el de arriba', es previsible que el brasileño no renunciara a un último acto de rebeldía: correría a la mañana siguiente.
En la parrilla de salida, con la mirada perdida en la primera curva del autódromo de Dino Ferrari, Ayrton Senna sobrevolaba el trazado sanmarinense, haciendo caso omiso de todo aquel que se le acercaba. Las imágenes -con el casco en el regazo- no dejan lugar a dudas: el brasileño estaba muy lejos del olor a asfalto y gasolina quemada. Tan lejos, quizás, que fue capaz de ver en perspectiva lo que había hecho hasta ese momento, sus tres coronas, sus sobrinos, la reconciliación con Prost... lo que el destino quiso arrebatarnos, en cambio, fueron sus palabras al final de la carrera, su duelo recién iniciado con Michael Schumacher, sus posibles posteriores entorchados, esa familia que nunca llegó a formar. La hipérbole de su vida dentro y fuera de las carreras fue cortada por una pieza de la suspensión delantera de su Williams. Lo que quedó sin vivir no encontrará respuesta. Lo que dejó tras de sí, ensalza sus contradicciones y rinde homenaje al valor del mito.
Sus fantasmas y sus miedos. Sus anelos y virtudes. Las carreras de leyenda y las leyendas en carrera. Ayrton de hierba y oro. Ayrton de nube y sal. La estrella de su legado sigue brillando veinte años más tarde. Y, aún, soñamos con que ese último movimiento del casco amarillo hubiese ido seguido de su salida del FW16...
"No soy una máquina; no soy imbatible; simplemente, el automovilismo es parte de mi, de mi cuerpo. Cuatro ruedas, un asiento, un volante. Y esta es mi vida de siempre".
Obrigado pela sua história, Ayrton.